Miércoles, 4 de Diciembre de 2024
José Hierro: la figura del poeta.
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Museo de la clase obrera

Museo de la clase obrera

Juan Carlos Mestre
Calambur
2018

ISBN: 978-84-83594-13-1

Museo de la clase obrera

Reseña de José Luis Gómez Toré para Nayagua 29

 

Empecemos por el final. Literalmente. Museo de la clase obrera acaba con un peculiar «índice» que más de un lector pasará por alto y que, sin embargo, forma parte del cuerpo del libro, o más bien, constituye una extraña mezcla de texto y paratexto. Y es que dicha recapitulación, que no deja de ser otro poema, nos ofrece algo más que un brillante experimento formal. Este índice que, con un saludable sentir lúdico, juega a despistarnos, se muestra como una suerte de da capo que nos obliga a recorrer de nuevo el poemario. De este modo, de manera casi imperceptible, se revela una de las líneas maestras de este Museo (y quizá de toda la escritura de Mestre), que es la de la memoria, y al mismo tiempo la de su imposibilidad: nadie puede hacerse cargo de todas las historias, de todos esos hilos que se cruzan formando un nudo inextricable, de ese murmullo que llega a ser atronador y cuya verdad movediza, precaria, es fácil de traicionar cuando se intenta convertir esa urdimbre en un relato único, es decir, en un relato de poder, en un mito. El primer poema anuncia irónicamente el final de la poesía («a partir de este momento la lírica no existe / con el permiso de ustedes la poesía / ha decidido dar por terminadas sus funciones», p. 9). Y, no obstante, quizá la lírica sea más fiel a ese magma caótico que la narrativa, que, al menos en sus formas tradicionales, no puede renunciar a la tentación de buscar una coherencia, un hilo argumental, un desenlace. Verdadero índice del libro y, sin embargo, falso índice, el texto final revela la necesidad de volver a contar una y otra vez las historias, desmintiendo toda pretensión de catálogo, puesto que una lista no puede sino estar incompleta y el deseo de darla por terminada implica, sin pretenderlo, un cierre en falso.

El catálogo, el orden tiene, casi inevitablemente algo de militar (recuérdese que uno de los primeros catálogos que recoge la poesía occidental es el célebre catálogo de las naves de Homero, en un inequívoco ambiente bélico). Se ordena para jerarquizar, para buscar un sentido a lo que tal vez no lo tiene o lo rechaza de plano. Toda filosofía de la historia, no importa si explícita o implícita, oculta una teología del sufrimiento, una teodicea, que aquí se pone, con un humor no exento de amargura, entre paréntesis: «dios nuestro señor ha perdido la fe en las santas escrituras» (pp. 69-70).

El propio título del libro, Museo de la clase obrera, remite a ese afán de archivo que no puede disolver una radical ambigüedad, ya que el «museo» evoca lo memorable, lo que merece ser recordado, pero también supone una institucionalización, un empeño por colocar en vitrinas, a modo de nichos, lo que de otro modo seguiría teniendo el olor inquietante de lo vivo. Y la ironía resulta especialmente dolorosa, al remitirnos a esa «clase obrera» por lo general bastante ausente de la institución museística como tal. Así, el sustantivo «museo» establece con su complemento una relación casi de oxímoron, pues, si puede entenderse como una especie de homenaje, también admite leerse como la constatación de que esa «clase obrera», en su supuesto o no potencial revolucionario, ha quedado relegada al pasado, convertida en una suerte de monumento kitsch, en una época como la nuestra, empeñada en situarse más allá de la Historia. Y no es casual la cita de Benjamin («ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence», p. 89), puesto que alude precisamente a esa operación de borrado, de desmemoria colectiva en la que estamos inmersos. Borrado paradójico, puesto que, frente a la destrucción de pruebas que poderes de todo signo han intentado aquí y allá, ahora parece practicarse una técnica más efectiva, la que Poe plantea en su relato «La carta robada», en el que lo oculto es precisamente lo que está más a la vista. Todo esfuerzo por recordar debe hacer frente hoy a una inmensidad de datos que están ahí, pero a los que difícilmente se presta atención, dada no solo la sobrecarga de información, sino la interesada transformación de todo ese dolor acumulado, de tanta desesperación y tanta esperanza, en un aséptico documento de época.

Frente a ello, la poesía de Mestre parece empeñada, ya desde sus inicios, en la tarea de mantener el diálogo con los muertos, quizá la única labor sagrada que le resta a la poesía cuando los dioses se han marchado. Pero si el poeta debe repetir el gesto de Antígona, tal vez esta ya no sea la protagonista de una tragedia, sino de una suerte de ambigua y dramática farsa. Ya nunca más vate, sino en todo caso chamán y clown al mismo tiempo, el poeta lírico sabe que vive en la «obsolescencia programada del arte contemporáneo» (p. 86). Por tanto, no cabe ponerse solemne, entre otras cosas porque la solemnidad y los sucedáneos de lo sublime han sido a menudo cómplices de la mayor violencia: «[…] allí está hölderlin en el lodazal del seminario tirándole cuescos a los nazis grecia queda lejos las mujeres los hombres aún no nacidos buscan la casa del ebanista para encargar su ataúd» (p. 48). El tono lúdico de tantos pasajes y la sorprendente capacidad de Mestre para generar en cascada toda una pirotecnia verbal no deben engañarnos: detrás del libro subyace, como una de sus líneas maestras, la imaginación como acto de libertad individual y colectiva, el derecho de imaginar otros futuros, pero asimismo otros pasados que no fueron y pudieron ser. 

(…)

 

Reseña completa en Nayagua 29

 

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