Miércoles, 4 de Diciembre de 2024
José Hierro: la figura del poeta.
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Sellada

Sellada

Esther Ramón
Bala Perdida editorial
2019

978-84-120515-4-4.

Sellada


Abrir lo sellado, cerrar el daño

 

 

María Ángeles Pérez López

 Nayagua 31 

 

            En uno de sus tempranos poemas, se refería Emily Dickinson al tiempo de la nieve o de la niebla, cuando “quieto, un bullicio en el arroyo permanece” y “se han sellado las válvulas perfumadas”[1]; el tiempo en que se cierra o sella la vida sobre sí misma, y para el que la poeta de Amherst deseaba “una mente soleada” con la que hacer frente a la voluntad de viento de Dios.

            En lo helado del arroyo permanecía no obstante su bullicio, por lo que esas válvulas podrán abrirse en la mente luminosa de la escritora y en la de quien se acerca al poema. Así en Sellada de Esther Ramón (Madrid, 1970), donde se articula un muy fructífero diálogo entre aquello que cierra con voluntad de lacre el espacio de lo vivo, y la permanente apertura del barro, el limo, las hojitas semimuertas hacia su escritura blanca sobre la página teñida.

Las páginas de este libro están impregnadas de materia vegetal, palabras de la infancia, ecos de luz e imágenes fotográficas con las que se tiñe y hace palpable la textura bullente de la vida. Casi como escribir con el mantillo de la tierra, con la turgente y a la vez áspera, o peligrosa, o sorprendida cualidad de lo vivo. Esa simbología orgánica, característicamente ramoniana, que subraya Julieta Valero en su epílogo.

Parece preguntarse Esther Ramón si es posible llegar a un conocimiento íntimo de la materia y su respuesta es la del temblor, el estremecimiento, la sugerencia. No hay correspondencia directa entre lenguaje y mundo sino una mirada altamente atenta y sensible que reflexiona sobre la palabra y acoge las erosiones vegetales de la piel, los retazos perdidos del pasado, la conexión íntima con lo ausente, el daño y su reparación.

Y ello porque el libro dialoga con dos de las acepciones de “sellada”: de un lado sello como cierre y muerte; de otro, marca o alfabeto personal que se desapega de las poéticas figurativas y realistas. En marcada correspondencia, está dividido en dos partes: “lo que duele” y “lo que sana”.

Un extenso preludio musical, ofrecido como largo poema en prosa solo separado por barras gráficas de resonancia gelmaniana, establece ya esa condición dual, de contrapunto, explicitada por el uso de la cursiva en partes alternas. La propia configuración gráfica del :preludio:, con el empleo personal de los dos puntos tanto al comienzo como al final de la palabra, dispone la doble configuración poética: lo que duele y lo que sana, lo que es cicatriz (la barra gráfica) y, a pesar del catálogo de pérdidas o del umbral del grito, comienza y recomienza hacia su sanación.

En aquello que duele, hallamos una misma sintaxis que se apoya en la disposición hacia el margen derecho de la página y el empleo del paréntesis y los dos puntos: “el daño: frío”, “el daño: número”… y así, lenguaje, los otros, ruido, operación, clausura, cauce, cepo, fotografía, museo, tala I, tala II, caída, temblor, liquen, memoria, miedo, pasado, herencia, ensueño, presencias, conversación y color.

Se trata de un conjunto insólito movilizado por la caída. De ahí que un epígrafe de Teresa Soto abra esta parte de Sellada, pues la poeta ovetense es autora de Caídas (2016), un libro en el que se indagaba de modo central en el fulgor material de la pérdida. Ramón da cabida a metonimias en las que acecha el miedo, el peligro, como los “restos de hilo rojo en el cuello” cuando se ha caído en una trampa y se sabe que no es posible encontrar la salida del laberinto en el “Palacio del Lenguaje”, que diría irónicamente el peruano Eduardo Chirinos.

La que habla y dice yo reconoce en la clausura, el cauce o el cepo, que doler es sellar y sellar, doler. Sabe de la tala, de la podredumbre sobre el árbol, de que este libro camina “su desconcierto” entre las ceremonias de un bosque de ramas ateridas y donde la escritura es “hemorragia súbita”. Porque en la obra de la poeta madrileña, la reflexión sobre el lenguaje es renovada una y otra vez. En el extraordinario poema igualmente titulado leemos:

 

                                    el daño: lenguaje

 

Una sola, diminuta, letra de alambre. Interminable ciempiés de lo quebrado.

                       

El reloj y la palabra. El humo si lo deletreas, el tren que se adentra, se adentra.

 

Entre raíces y aire, técnica mixta, pigmentos químicos de la luz. Paladear el color del nombre, insistir hasta borrarme el rostro.

 

Coro: “pronuncio las cruces que emergen como malas hierbas, que brotan para marcar”.

 

Se dobla el papel de la voz, se comprime el animal

 

(una cuna blanca en la sala que embalsama a las aves; etiquetas).

 

Como si recorriésemos una exposición o una calle, un cementerio o un sendero en el bosque, se suceden imágenes que, sobre el blanco, privilegian la marca, “el color del nombre”.

La autora destaca referentes fotográficos, en particular el guatemalteco Luis González Palma, quien instituye su trabajo como una reflexión sobre la mirada, o el estadounidense Nicholas Nixon, uno de los retratistas que mira con mayor atención el paso del tiempo. En Sellada la mirada es “contemplación absorta”: foco y lente que saben que “toda elección fotografía una pérdida”. ¿No será la fotografía el “pigmento químico de la luz”? ¿Y la poesía, por tanto, el pigmento físico de la luz? Así, las imágenes en los poemas de “lo que duele” irán modificándose desde “el color del nombre” hasta “el daño: color” con el que concluye la primera parte, lo que permite el salto a la segunda, titulada “lo que sana” y brevemente más extensa.

Precedida por un epígrafe de Ullán, autor al que ha dedicado numerosas lecturas y del que preparó con Jordi Doce Los nombres y las manchas. Escritos sobre arte (2015), remite a una de sus presencias mayores. Tras las palabras del poeta salmantino (“y lo oye de agua en ese mismo instante/ y lo enciende de amor para que hable”), “lo que sana” va desgranándose en breves poemas, distintos en su forma y sintaxis a los de la primera parte: son cuerpos breves y cohesionados en torno a una imagen que suele encabezarlos y en los que se respira la sanación. Ya no están tensionados por barras gráficas ni tampoco asediados por paréntesis.

Si en la primera parte la propia reflexión sintáctica la enunciaba el libro -es cuestión de madera, de “junturas”-, en “lo que sana”, los poemas se vuelven extremadamente concisos. El primero, “Tengo que suceder”, escribe lo suave de las semillas que conocen la muerte pero hacen audible el suceder, el eco de la sangre en las venas sin aguja o herida o punzamiento; la sangre como agua que todo lo irriga y disuelve su sello, su color bermellón.

Por eso en “lo que sana” domina el vacío, lo blanco en lo que fermenta y se obstina el grumo: “en vacío me colma la simiente”. El bullicio en que el arroyo permanecía, del poema de Dickinson, se escucha en el último poema de Sellada, donde un marcado ritmo de arte menor funge de apertura hacia la vida y amor radical a la escritura:

 

                        Este libro

                        se quema

                        y crece otro,

                        con la espora

                        de luz me lavo

                        el río,

                        en las ramas

                        del mar

                        ya brotan voces,

                        rendición del decir

                        que no se arranca.

                       

Se acoge el temblor de lo vivo -porque en la poesía también “mana el deseo del tiemblo”-, su vibración, el engranaje de las ondas visuales y sonoras que nos llevan hacia el poema como una experiencia total.

En sus libros anteriores, Esther Ramón había ido indagando en espacios marcadamente diferenciados, porque cada uno de sus libros se había ido planteando como un territorio de búsquedas feraces. Tal como señaló Rosa Benéitez[2], en ella es constante una poética del desvío, una exploración de caminos dislocados que se resisten a la domesticación. También en ellos se hacía palpable una notable concisión a través de los títulos de los poemarios: Tundra (2002), Reses (2008, Premio Ojo Crítico), grisú (2009), Sales (2011), Caza con hurones (2013), Desfrío (2014), Morada (2015), en flecha (2017) y la plaquette Sellada (Ejemplar Único, 2017), de la que procede una parte de los textos ahora editados por Bala Perdida.

Sellada de 2019 conforma un proyecto más amplio: a los veinticinco poemas iniciales, prodigiosamente editados por Gabriel Viñals en su colección Ejemplar Único, se han sumado otros tantos más a lo largo de las dos partes del libro. La editorial Bala Perdida ha impreso sellos o huellas tanto en la portada y contraportada como en el colofón y las solapas, a partir de un liquen sobre un tronco de árbol de la pintora Laura Ru; con ellos se completa esa experiencia total a la que aludía antes. Y al ahondar en lo que duele y en lo que sana, la autora madrileña asume un salto muy relevante en su camino personal.

Para Ángel Crespo, la poesía era “un camino de ida, pero sin vuelta”, porque “los que vuelven regresan de otra parte” (“Para un arte poética”)[3]. Esther Ramón camina hasta Sellada sabiendo que cuando se bebe poesía a manos llenas siempre se vuelve de otra parte, del lugar del temblor, del espacio verbal en que se abre lo sellado y se cierra el daño.



[1] La poesía temprana de Emily Dickinson, ed. de Paul S. Derrick, Nicolás Estévez y Gabriel Torres Chalk, Universitat de València, 2014, p. 153.

[2] Rosa Benéitez: “Contra la domesticación”, prefacio a la antología de Esther Ramón en Rosa García Rayego y Marisol Sánchez Gómez: Del alma a la boca. 13 poetas madrileñas, Madrid, Huerga & Fierro, 2018, pp. 73-76.

[3] Ángel Crespo: Aforismos, Madrid, Huerga & Fierro, La rama dorada, 1997, p. 25.

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