Tala |
En la singular versión de la historia de Kaspar Hauser -el adolescente que en el siglo XIX fue encerrado y apartado de la sociedad desde su nacimiento, y después reinsertado repentinamente en ella- que escribió Peter Handke, titulada, significativamente, El pupilo quiere ser tutor; el salvaje, Kaspar, es introducido en la civilización a través de toda una tortura verbal, en virtud de la cual aprenderá a engañar, y a engañarse.
“He visto la nieve y he agarrado la nieve”, dice el personaje de Kaspar en la obra, pero también “quisiera ser como aquel que otro ha sido una vez”, y esto último lo repite incansablemente, hasta que deja de desplegar sus matices para acercarse progresivamente a la mentira. Es un fenómeno que observa muy de cerca y que nos dice mucho del papel que juega el lenguaje en la domesticación:
“Y cuando digo: la silla es ingenua, deja de serlo”.
El lenguaje, con sus automatismos, taxonomías, convenciones, subterfugios, cortesías almibaradas y cuchillos romos, nos distingue de los animales, se ha dicho desde antiguo con orgullo, en un afán antropocéntrico desmedido. Lo que no se ha dicho tanto es que también nos separa de ellos, y de paso, de una parte nuestra, mucho más recóndita, que está presente todavía en los niños muy pequeños y que en Kaspar permaneció intacta mucho más allá, hasta el momento mismo de ser “reeducado” en la palabra. “Me han hecho hablar, me han trasladado a la realidad”. Eso dicen -Kaspar, Handke- con lucidez.
“Los límites del lenguaje son los límites de tu mundo”, en palabras de Wittgenstein.
Lo que el ser humano tiene de salvaje, y lo que el lenguaje en sus edades más tempranas aún manifiesta, es muy pronto domeñado, tallado en piezas similares y entendibles con funciones y etiquetas intercambiables, clasificadas. Hablamos como se espera que hablemos. Corrección. Adecuación. En cada momento, en cada uno de los roles que somos. Y se produce la tala. Esa tala que exhuma y evidencia Jon Obeso en este inquietante y excepcional libro.
trabajar aquí es derribar
un árbol
abatir al animal
mover un pedazo de tierra
una piedra
hasta otra tierra
liberar las lentes
de la persistente manía del polen
desatar los árboles
decir que sí al mar cuando no es mar
construir dicen espacios
pero solo construir solo espacios
semillas o reinos solo dicen
La obra de Jon Obeso, su obra en general, y este libro en particular, nos abre un respiradero incómodo, en absoluto esencialista, en el que el lenguaje se posa en geografías, espacios y tiempos que no existen de manera tangible, pero que no pueden ser más ciertos y exactos, porque nos desocupan, nos desalojan del decir domesticado.
Su poesía es una sed del remanente, un relicto del bosque extinguido de palabras que fuimos. Nace, por tanto, de la mayor contradicción, del decir que disloca lo aprendido, que da cuenta de la imposibilidad (“oh, tú, mi Dios, tu belleza es un bosque y nuestras palabras lo talan sin querer”, dice, hermanadamente, el poeta Pe Cas Cor), pero también del espacio abierto que nunca conseguimos habitar. Nos descubre un territorio no hollado, un país que se explora a sí mismo, sin nuestras pisadas regulares e invasivas. Como si algo del ser todavía siguiese, en paralelo, la ley de las semillas, en una eclosión inaplazable, dehiscencia que libera y duele a la vez. Allí donde las palabras se desembridan del lenguaje. Y corren.