Miércoles, 6 de Noviembre de 2024
José Hierro: la figura del poeta.
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Caídas

Caídas

Teresa Soto
incorpore Editorial
2016

ISBN: 978-84-9451-081-6

Caídas

En, desde, hacia la caída 

por Mª Ángeles Pérez López (Nayagua 27).

¿Qué queda sedimentado al fondo de un texto cuando se produce su caída? ¿Y cuándo de las personas se produce su caída? No sirven viejos símiles como el de las hojas del otoño, al menos tan desgastado como la propia carnalidad tumefacta de esos cuerpos de tránsito, sino que somos invitados a mirar hacia otras textualidades y corporalidades, aquellas que operan por elisión y decantamiento.

Así el libro Caídas (2016) de la poeta ovetense Teresa Soto (1982), que ha publicado en una muy cuidada edición Incorpore. En él se transita entre la vida y la muerte, se acompaña a aquellos que caen, se realiza un traslado que es a la vez mítico y cotidiano, tal vez el de la barca de Caronte con su peso secular, tal vez el de cualquier ambulancia o purgatorio:

Servicio de barcas
negras y largas
en forma de boca.
Transporte de vivos.
Nos dejaron pasar
subimos al transporte
negro y vivo.
Nos dejaron pasar
aunque íbamos
pálidos
y con él dentro
con su muerte a cuestas.
Y sí, llegamos
al otro lado.
Solo que en silencio
solo que callados
solo que a medio existir.

Caídas no da, sino que resta: de ahí el estremecimiento. Aparece el paso de la enfermedad y de la muerte, de la vida y del duelo, en un presente que hacemos nuestro en cada uno de los poemas perfectamente trabados del libro, porque la elisión, la exploración de los límites y la anulación de sustancias narrativas o de otras índoles extra-poéticas concentran el poema sobre sí, sobre su presencia radical.

El título marca uno de los movimientos centrales que inquiere Soto, el de todo aquello que va hacia su final o su derrumbe, en poemas sin título, breves y acotados que aprietan sobre sí la extrema concisión (“Guardar la fiebre dentro/ y la enfermedad/ cuando el país entero arde/ y se rompen los vasos/ y los hornos/ y el pan sabe mal/ como si hubieran caído dentro/ las miserias/ el sudor de los soldados/ que nadie conoce”), pero al tiempo se hace visible el ascenso, la subida, el crecimiento de aquello que es plenamente consciente de la experiencia de los límites: del propio cuerpo hacia otros cuerpos, hacia un afuera al que entregarse (“Otro cuerpo./ Hace falta otro cuerpo/ que me sirva para transportarte/ y transportar también/ lo que te duele/ lo que me duele/ lo que ya no nos cabe./ Nosotras/ que día tras día/ alargamos los límites/ y no nos bastan”). Expresando así las diversas tonalidades de la caída, en un lenguaje poético de gran sugerencia, Teresa Soto hace suyo también el movimiento inverso, el que celebra “la carne viva” (“Celebramos la carne viva,/ echar el corazón por la boca,/ saltar, saltar/sobre un charco de vida,/ que está, todavía, está”). En una autora que establece vínculos fónicos entre los versos al utilizar con cierta frecuencia la rima asonante (a modo de ejemplo, “granito” y “sonreímos” y “daba” y “dorada” en el primer poema del libro), no puede ser casual la convicción fónica con la que se enlazan caída y vida.

Por otra parte, se percibe hasta qué punto unos pocos elementos muy cohesionados producen una impresión a la vez compacta y sutil: la fuerza de las imágenes, algunas repeticiones, el escamoteo de lo anecdótico, la brevedad tanto del poema como del verso, el uso relevante del encabalgamiento o las frecuentes comparaciones permiten articular un conjunto de pasajes, de tránsitos en, desde y hacia la caída, pero al tiempo, también la resiliencia. Por ello la imagen del fuego, la lumbre en la que se prende el tiempo ido y también el alumbramiento hacia el futuro (el amor, los hijos): en la paradoja de los tiempos que jamás se tocan (o por desaparecidos o por no alcanzados), el poema es presente y existencia.

Dividido en dos grandes partes –dos libros en realidad (“El Dorado” y “Caídas”), distintos pero llenos de túneles que los comunican–, toma su título de la segunda. A su vez esas dos partes están subdivididas en dos apartados: en la primera persigue los diversos imaginarios de “El Dorado” y el “Oro” –el segundo subapartado– (utopía y deslumbre, respectivamente, pero también el parque natural de California del mismo nombre); en la segunda parte indaga en el amplio espectro semántico de las “caídas”. En ambas, precisamente por lo que no da, por lo que decanta y elide, intensifica las percepciones: “Oro” muestra que lo que queremos aprehender o apretar es solo combustión. En cierto sentido, la primera parte da cuenta de la conformación de una identidad que conoce y asume la pérdida; en la segunda parte, las caídas modulan muchos de sus tonos hacia una experiencia que no es lineal sino que va y vuelve, se colma y vacía en recovecos…

A través de formulaciones verbales inéditas, el libro borra, tacha, prescinde de. En lugar de operar por acumulación, por sumatorio o arrastre, opera por negación: en el final del tercer poema leemos “El asco y no,/ la alegría y no,/ el final del verano”. Lo contrapuesto sería lo que, en operaciones de la lógica, se anula en tanto lucha de contrarios, pero en el espacio del poema Teresa Soto logra hacer visible la luminosa y aterida presencia del amor (de la vida) en un territorio de cenizas y pérdidas.

Así, la exposición del tiempo a su negatividad no es anulación sino sobrevivencia: la escucha de un silencio en el que el poema deja de decir para ser, como en el siguiente texto:

Nos recostamos
sobre un silencio
hecho de trinos
y de un rumor
estable
como una carretera lejana. 

Extendidos sobre ese silencio
nos cubrió una tela
de calor
compacto
que nos secaba la piel
nos secaba el lenguaje
y el contorno de los dedos. 

Llegó la luz
suave como el animal
dormido
en el jardín de abajo. 

Llegaba el verano. 

Se da una conexión íntima con la naturaleza que solo el poema parece permitir: Arcadia lejanísima sobre la que se ha escrito una y otra vez en el deseo de restañar esa brecha o herida, justamente por la creciente dificultad de volver a tocar la extrema inocencia del mundo: su “verano”.  Entre los libros sobre los que ha escrito Soto destaca El cantar de los cantares, que por su conexión amor/naturaleza se imbrica con la lectura de Caídas. De los versos bíblicos ha subrayado su carácter táctil, rugoso y árido: su materialidad. Precisamente una de las cualidades centrales de Caídas es su capacidad para indagar en el fulgor material de la pérdida.

La autora ha insistido también en las voces de Idea Vilariño, Emily Dickinson, María Victoria Atencia, Olvido García Valdés, Mary Oliver, Louise Glück, Etel Adnan o Rosalía de Castro (cuyos epígrafes acompañan Caídas) para su urdimbre personal. Por mi parte creo que ese modo de fulguración, a pesar de la profunda originalidad de cada poemario, se sitúa en la encrucijada paradójica de La luz impronunciable (2016), libro del mexicano Ernesto Kavi, quien escribe esta coda: “no hay tinieblas/ tu ausencia ilumina/ como el día/ como la sombra/ como la luz”.

En lo que respecta a Caídas, el fulgor se alcanza en aquellos pasajes que el libro procura entre lo concreto y lo abstracto, en particular por la temperatura fónica del libro, que trabaja con aliteraciones (“polvareda viva”; “ola alta/[…]/ esa ola la salté”; “que las agresiones caigan. Acallarlo todo”), paronomasias (“A la lumbre y alumbrar/ alumbramientos/ lumbreras”), las rimas asonantes ya comentadas y otras rimas internas (“Las carreteras sustituían/ las aceras”) con las que forma en conjunto un “festival de sonidos/ encadenados”, como dice uno de los poemas. La dimensión material y heterogénea del lenguaje: lo semiótico kristeviano. Aquello que permite hacer frente a concepciones estáticas, fosilizadas y por tanto carentes de vida.

La voz poética se mueve entre Ícaro y Sísifo, pero no le interesan tanto las resonancias mitológicas –aunque alguna vez se hagan presentes: “Y entonces/ la gran piedra ladera abajo./ Que caiga”– como la materialidad visceral de lo vivido.

Autora de Un poemario (Premio Adonáis, Rialp, 2008), Erosión en paisaje (Vaso Roto, 2011) y Nudos (Arrebato libros, 2013), en Caídas va más lejos en la exploración de aquellos nudos que ya intentó destrabar en su libro anterior. Justamente el primer poema de Nudos decía: “En la rodilla/ el color distinto/ de la caída./ A la señal de la piel/ responde el cuerpo entero./ Caímos./ Nos levantamos./ Volvimos a caer”.

Son percepciones que se agudizan en el último libro, donde van decantándose numerosos elementos presentes en poemarios anteriores. La autora se sitúa en la brecha entre lo vivo y lo muerto, en lo que queda de un padre en sus hijos como “algo animalesco/ y paternal/ un morro, un hocico/ […] acercarse a una madriguera/ husmear un olor conocido/ volver”. Presta gran atención a las oquedades y agujeros del cuerpo –ya en parte de su producción anterior (“Si de este cuerpo salen tantos elementos/ y llegan, de a poco, harto/ dolores; ¿qué válvulas hay/ para cerrar unos, abrir otros?”, escribió en Erosión en paisaje)– al situarse en ese “hacer huecos dentro del hueco del cuerpo”, en la hendidura o herida que es el camino desde la infancia hasta el dar vida, alumbrar. A la vez diacronía y sincronía: el poema como cruce exacto de la vida consigo misma porque acoge la genealogía pero también el presente y su “verano” junto a la memoria y la vivencia de las pérdidas: ese exilio.

La herida de lo ausente nos lleva a formularnos la misma pregunta que se hace María Sánchez en Cuaderno de campo (2017): “En los bordes de la herida,/ ¿quién alimenta a quién?”.

Escribe Soto: “En la bolsa transparente había trocitos,/ eran: briznas, huesos, astillas”. Nada puede reconstruirse desde ellas. Nada logra su resurrección. Todo queda condenado a ser “lo que ya no era”, pero ¿acaso es Caídas solo un hecho de lenguaje? No. Es también una apuesta lanzada hacia alguna parte. Y la reclamación de lo que puede ser. Frente a lo falaz y desmembrado, lo conflictuado y dispar, lo atronadoramente fútil, Caídas es cesura y comienzo. Catalizador que desde lo elidido y decantado hace frente a la alta tormenta de vacuidad dominante. Haciendo nuestras unas palabras de García Valdés que Teresa Soto ha citado en “Las paredes contiguas” (La tribu de Frida), podemos decir que el poema (y en particular Caídas) es el lugar donde las palabras alcanzan a las cosas. Donde pueden necesitarse todas las preposiciones (en, desde, hacia…). Y donde finalmente puede prescindirse de todas ellas.

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