Maestro de distancias |
«Tanto si uno huye de algo como si sale a su encuentro, lo más frecuente es hacerlo corriendo, con una impresión de urgencia, ir corriendo hacia, salir corriendo de. Andar, sin embargo, es más bien para hilvanar paisajes, para trazar líneas que conecten una cosa con otra, un lugar con otro, uno y otro pensamiento. Quizá se anda para eludir el sinsentido o para agotarlo, o la extenuación del caminante desemboca en un provisional rumbo. «Y andar entre los chopos, los altos chopos blancos de ramas deformes, como si alguno tuviera la respuesta. Andar, sencillamente. La claridad del cansancio». En la poesía de Jordi Doce, es recurrente la presencia del caminar, y en ella se liga, por distintas vías, el andar con el escribir. El movimiento del cuerpo y el del alma, que también es el cuerpo, como espejo del movimiento del universo, tal como lo veía Aristóteles. Así, con ese aire andante, presenta un escrito sin divisiones, los poemas o fragmentos se suceden, y el índice final del libro parece el trazado de un camino, que invita a precipitarse. El dolor se suele ocultar, así recordamos a Ulises cubriéndose el rostro con un paño para llorar tras escuchar su historia en el canto del aedo. Pero el daño que aquí se presenta es visible, no se escabulle, no se oculta. Tampoco se exhibe; ocurre que se trata de un dolor compartido. Aparece en la zona externa, accesible para los otros y es un dolor conocido por los demás, contemplado en ese «bosque lácteo» de las noches claras, donde se accede a los sueños y pensamientos. «Pasillos descubiertos, galerías al raso, y una luna que sale siempre para ver cómo te pierdes». Posiblemente sea visible no por hacerlo público sino porque está ahí, pero no es de lo que realmente el sujeto quiere hablar. No importa que se vea más o menos el dolor por[1]que no es el dolor el objeto de esto.
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Y tal vez, esos espacios son aquí la distancia, lugares donde es posible enfriar el sentimiento. «Las manos extienden una sábana pudorosa que aún guarda las formas. Maestro de distancias. Volvió una mañana para rematar el trabajo, pero nunca se le vio salir». Pero el interior, la casa cerrándose en sí misma, replegándose sobre un destino, parece escribirse y a la vez custodiarse. «Los ojos de la casa se vuelven hacia adentro para cuidar la ruina». La casa es el reverso del paseo. «Y luego se fue a casa. Y no supo que hacer. El frío era una mella en la sangre. Dio vueltas y más vueltas entre sábanas». La casa guarda la espera, la detención o la esperanza. Pero hay otro modo de no estar dentro y tampoco fuera. «Estar fuera. No estar. No haber estado. Seguir estando: fuera, lejos, no aquí». Es la escapada de la imaginación, las posibilidades de lo soñado. «Hay nueva sangre en este mundo: lo que no era ya es».
Extracto de «Nuestra libra de carne» de Pilar Martín Gila
Lee la reseña completa en el número 35 de Nayagua
Recientemente se ha publicado la edición en inglés del libro en la editorial Shearsman