Miércoles, 4 de Diciembre de 2024
José Hierro: la figura del poeta.
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Tótem espantapájaros

Tótem espantapájaros

Amalia Iglesias Serna
Abada Editores
2016

ISBN: 978-84-16160-65-5

Tótem espantapájaros

Cuerpo escrito, lenguaje vivo

por Esther Ramón (Nayagua 25). 

Hay un momento en la vida de quien escribe poesía en el que la propia materia del lenguaje se le vuelve opaca, infranqueable. Como si algo dentro del poema se rebelase. Son innumerables los casos, pero podemos recordar por ejemplo el de Ingeborg Bachmann, que decidió abandonar la poesía y pasarse a la narrativa después de su segundo poemario y de alcanzar la fama repentina, porque «ya sabía hacerlo». El de Rimbaud. O el de Hugo von 159 Hofmannsthal, que abandonó inesperadamente la poesía por el teatro y cuyo dilema con el lenguaje es el tema principal de la impagable Carta de Lord Chandos. En ella, como es sabido, consigna las tribulaciones del escritor y erudito Lord Chandos, que escribe a Francis Bacon para contarle un extraño fenómeno: «Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa». Y sin embargo, en ese enfrentamiento, rebelión o parálisis con respecto a la parte más artificial del lenguaje, Lord Chandos habla de instantes y destellos de revelación que forman parte de la experiencia vital y que siente completamente intraducibles al lenguaje, aunque Von Hofmannsthal nos los transmite, maravillosamente, a través de ese mismo lenguaje que está siendo cuestionado: «es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón. Pero cuando me abandona ese extraño embelesamiento, no sé decir nada sobre ello; y entonces no podría describir con palabras razonables en qué había consistido esa armonía que me invade a mí y al mundo entero no como se me había hecho perceptible, del mismo que tampoco podría decir algo concreto sobre los movimientos internos de mis entrañas o los estancamientos de mi sangre».

A un replanteamiento similar de lo poético parece haberse enfrentado también la poeta Amalia Iglesias en su último libro, Tótem espantapájaros, publicado recientemente en Abada, aunque, en lugar de abandonar la poesía, escribe un poemario que efectúa un salto exponencial y que es, en mi opinión, y hasta el momento, su obra maestra. Antes de arribar a esa orilla, y de efectuar un «giro del aliento», la poeta nos cuenta, en la introducción al libro, con sencillez y sin dramatismos ni eufemismos innecesarios, que el cuerpo pasó una dura prueba, la prueba de la supervivencia. Aquejada de una enfermedad grave a finales de los noventa, que felizmente superó, Amalia Iglesias se reencuentra con el lenguaje poético desde otro lugar, un lugar más vivo, más directo, casi como si escribiera desde un borrado radical que va encontrando poco a poco otra luz, otras palabras. Como podemos leer en la introducción, se trata de «un libro de la incubación», y está alumbrado, a partes iguales, por luz y oscuridad. En el momento de la enfermedad, la poeta recibe de regalo un cuaderno negro y unos bolígrafos de tinta blanca. Y a través de esta inversión se sumerge en lo poético. «Cuando empecé a escribir en aquella superficie de papel negro sólo me salían garabatos, como si estuviera recuperando el balbuceo de aprender a trazar de nuevo el mundo, el impulso de mi mano contorneaba al trazo figuras humanas. Aquella raya de la escritura era como una lámpara imprevisible 160 en la noche del sentido, caligrafía que quería ser fuego robado y dibujaba el verso, luz que araba surcos en la oscuridad del papel, que lo arañaba en busca de la palabra perdida y reconstruía el cuerpo roto en cada trazo». Tal y como intuía Von Hofmannsthal en su Carta de Lord Chandos, las palabras verdaderas implican a todo el cuerpo, y no solo al intelecto. Lo animan, lo llenan, lo reconstruyen, en un movimiento recíproco que despierta también a los primeros manantiales del lenguaje.

El tótem, el espantapájaros. Todos los poemas del libro dibujan sobre la oscuridad de la página, con sus palabras blancas de caligrafía infantil, siempre la misma forma, la de una figura humana rígida, inerte, inmóvil, con los brazos en cruz. «La escritura como icono antropocéntrico.» Una figura repetida que sin embargo se dispone a recuperar los primeros sonidos del lenguaje, para decir, desde lo inerte, a cada ser de carne que va a morir, y que por tanto debe empezar a vivir, a hablar de otra manera. Un tótem espantapájaros que tiene forma humana pero que es al mismo tiempo un despojo y un superviviente («la / guadaña / no se / atreve a entrar en mis andrajos»), y también un vigía: «sólo vine a mirar». Porque no está apartado y ajeno. Donde antes se fijaba en los árboles que le circundan, en las piedras, en las libélulas, en los cielos, ahora también sabe mirar, y leer, los símbolos de la decadencia: las islas de plásticos en nuestros océanos, la vida ensimismada y convulsa a la luz de las pantallas. Y todo aquello también debe ser nombrado. «He subido hasta el ruido / para buscar los versos que faltaban.»

Tosco e invulnerable en su abandono, el espantapájaros pretende ser humano pero permanece inmóvil, como un árbol. Si los árboles tienen el don del tiempo y disfrutan de una longevidad que casi ningún otro ser vivo alcanza, el ser humano y el animal tienen el del espacio, pueden moverse a donde quieran, pero a cambio su tiempo es corto. El tótem espantapájaros, en su desmañada inmovilidad («no he / nacido en la órbita de los / cuerpos perfectos»), con su forma anterior a la forma, sin encarnar, sin pulir, sin terminar y sin piernas, parece haber tomado ciertas propiedades de lo arbó- reo. La longevidad, la pasividad, la paciencia. Y asume también «las huellas de los pasos sin andar». No hay acción en él, ni elecciones perceptibles. A cambio, se hace todo mirada.

También cuestiona el poema, el lenguaje manoseado, desde dentro. Percibe, por ejemplo, cómo puede agriarlo el desánimo: «cuando / no somos felices, los gusanos […] / abren cavernas profundas en los / versos. […] Poema abajo, cuando / no somos felices, la escritura / amontona sus escorias mojadas». Y soslaya la superficie, retirando capa tras capa, piélago tras pié- lago para penetrar «en las entrañas / de la palabra / no aprendida», «para / decir / el cuerpo en su lenguaje transparente», para retroceder al momento 161 en el que «cada palabra estaba aún por decirse / en la blanca escritura del primer garabato». Ese primer garabato del niño que aún no dibuja, que aún no maneja a la perfección la lengua, ese lenguaje primero al que es preciso retornar para salvar al poema.

Porque no solo mira hacia fuera, la sabiduría poética del tótem espantapájaros conoce la antigua ciencia de cerrar los ojos y mirar hacia adentro, de beber del conocimiento interno del inconsciente, del sueño, que nos habla en analogías, en metáforas, en símbolos, en arquetipos, en poemas, y que nos hemos desacostumbrado a escuchar. Sabe que «canta lo que / duerme, manantial de metáforas» y por eso atiende a los «versos residuales [que] nos sueñan a / pedazos», a los «sueños nodriza para pisarnos la sombra / de estar vivos. Ya para siempre dueños de / las golondrinas y las cosechas maduras».

Cuando el poema se vuelve tótem y espantapájaros ya no cabe la retórica. Para leerlo hay que implicar al cuerpo, la propia vida, enfrentar el propio miedo a morir, que tantas veces nos implica vivir con mayúsculas. Aunque ni siquiera los pájaros se espantan cuando el poema mira fijo, vivo, veraz, con los ojos bien abiertos a lo de adentro y a lo de afuera. Y es allí, con esos pocos palos en forma de cruz, de aspecto humano, con esas palabras de caligrafía infantil, donde se urde «un hueco para la insumisión contra / el miedo. La táctica: aprender a / abrir los ojos frente a la lluvia. / La estrategia: no retroceder / ante el asombro, acostumbrarse / a hundir los párpados en la penumbra / del sueño y regresar con la mirada / limpia, como si volviera de los primeros manantiales».

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