Miércoles, 4 de Diciembre de 2024
José Hierro: la figura del poeta.
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La célula de oro

La célula de oro

Sharon Olds
Bartleby
2017

ISBN: 978-84-9279-938-1

La célula de oro

Palabras corporales

por Jordi Doce (Nayagua 26).

Cuando el hombre que protagoniza «El ladrón de comida (Uganda, sequía)» —uno de los poemas-reportaje con que se abre este libro— implora clemencia a los miembros de su tribu, «sus hermanos», que están a punto de darle su merecido, lo hace volviéndose a ellos «con todo su cuerpo», «con toda la elocuencia del cuerpo», y esa elocuencia es justamente el nudo de sentido del conjunto, la falla o línea de sutura que reúne, casi sin excepción, lo personal y lo colectivo, lo doméstico y lo urbano, lo familiar y lo extra- ño. El cuerpo, en este libro, es donde sucede todo, donde todo se revela o adquiere consistencia, donde es posible leer las huellas del tiempo y las acciones de los demás… o de uno mismo. El cuerpo es la raíz de símiles y descripciones minuciosas, casi obsesivas, que van más allá de la celebración whitmaniana de placeres y sufrimientos para centrarse en la cosa misma, la trama de hueso y carne y nervios y sangre que nos sustenta. Así este ratero, que se vuelve hacia sus verdugos con «la muñeca torcida y la vena hasta el antebrazo / desplazándose como una raíz bajo la superficie, las / heridas en la cabeza, maduras y húmedas como un / rico surco cortado y recortado 208 209 / en tiempo de labranza […]». Fiel a la vez que hiperbólica, la estampa se prolonga otros diez versos y convierte el cuerpo del reo en la tierra misma del desastre, la tierra seca y agostada que no fructifica y que amenaza por ello la supervivencia del grupo. La moraleja, como en los mejores poemas de este libro, es ambigua: el hombre que roba la comida de sus vecinos es una variante o prolongación del territorio golpeado por la sequía; pero la equivalencia sugiere a su vez que el castigo puede volverse mágicamente contra quienes lo infligen, como si al golpear al hombre estuvieran golpeando la tierra misma. Toda lucha por la supervivencia, parece decirnos el poema, está viciada de raíz; y la vida que están a punto de sacrificar será con el tiempo la suya propia.

La célula de oro, publicado originalmente en 1987, hace treinta años, es el tercer libro de Sharon Olds (San Francisco, 1942) después de Satán dice (1980; ed. española, Igitur, 2001) y Los muertos y los vivos(1984; ed. española, Bartleby, 2006).

Tenemos, pues una imagen precisa de esta etapa inicial de su obra, que se completa con la edición en 2004 de El padre (1992), su cuarto poemario. Olds surge inicialmente como una heredera remota de la escuela «confesional» de Lowell, Snodgrass, Plath o Anne Sexton, pero sin su gusto por el formalismo, la metáfora expresionista o las apelaciones más o menos sutiles a un plano mítico-simbólico de sentido (cuando una referencia mítica comparece en su trabajo, como en el poema «Saturno», lo hace sin disimulos, con la misma violencia gore del cuadro de Goya). Ella misma reconoce que, si bien Plath y Sexton son poetas «cuyas vidas y cuya obra he amado […], al leer a Plath sentí que era un genio, con un coeficiente de inteligencia dos veces mayor que el mío […]; sus huellas no eran huellas que yo quisiera seguir». Y en una conversación —que se ha hecho célebre— con los responsables de la revista Salon, añade:

"No le pido al poema que se llene de piedras los bolsillos. Me basta con ser una observadora cualquiera que vive y siente y se deja invadir por la experiencia a través del bolígrafo, por el brazo, de modo que la experiencia sale del cuerpo y llega sin distorsión a la página, el cuaderno."

Parece sencillo, pero no lo es, a pesar del engaño que supone ese «sin distorsión», como si el poeta fuera un simple médium o un cristal transparente que deja pasar sin refracción la luz de la experiencia. Y la apostilla que hace en la misma entrevista («No soy una intelectual. No soy una pensadora abstracta. Y me interesa la vida común y corriente») tiene algo de evasiva o maniobra de distracción para que el lector no advierta el profundo control al que somete sus materiales, la peculiar forma de pensamiento que emana de la observa- ción atenta y detenida de cada suceso. Lo dice Óscar Curieses en su breve pero lúcido prólogo: «El poema y la poesía se encuentran en un gran bloque de lenguaje que se esculpe progresivamente sobre la página; lo que distingue a Sharon Olds de otras poetas es el modo de trabajar ese bloque primigenio: al desnudo, sin pulir, sin ornamentos». El gusto de Olds por tocar asuntos y experiencias que hasta ese momento solían quedar fuera del radio de acción del poema o eran poco menos que tabú —la violencia familiar, el sexo vivido libremente y sin pudores, la tormenta emocional que supone la maternidad, las obligaciones castradoras de la vida doméstica…— se plasma en un lenguaje claro, explícito, que descarta la elipsis y la metáfora en su intento por espigar unos pocos detalles reveladores y magnificarlos. Solo entonces, se diría, se permite entrar en la experiencia y sondearla desde dentro.

Las cuatro partes en que se divide La célula de oro tienen algo de puntos cardinales del planeta Olds: la extrañeza violenta y absurda del mundo, reflejada en poemas que van del reportaje a la viñeta humorística («El pene del Papa»); la relación con sus padres y la conflictiva historia familiar, germen de lo que serán, poco después, los poemas de El padre; la exploración de la sexualidad y de la vida de pareja, con estampas que oscilan entre la irreverencia, el entusiasmo orgiástico y la elegía; y el ámbito casi secreto del hogar y la crianza de los hijos, que tiene algo de descubrimiento y también de rúbrica: así que esto era, se la oye decir, mientras valora hasta qué punto la realidad difiere de sus expectativas.

Confieso mi preferencia por los poemas de esta última sección, en los que Olds logra sortear una y otra vez la trampa del patetismo y la falacia sentimental para darnos un retrato ajustado de los miedos, esperanzas y perplejidades que conlleva la maternidad. Poemas como «Mirándolos mientras duermen», «Chico que sale al mundo» y «Elegía para un ratón» son ejemplares por el modo en que preservan la integridad de los protagonistas sin sacrificar un ápice de su energía verbal o imaginativa. Pocas veces la resistencia de un niño al baño ha sido tratada con tanta complicidad y sentido del humor como en «El hijo y la escasez de agua»:

Al llegar la escasez de agua
él la lleva esperando toda la vida […] Se convierte
en su protector; deja de lavarse, hasta que la suciedad
brilla en los huesos detrás de las orejas
por encima de su cerebro, y sus manos resplandecen como
emblemas oscuros de amor […]
Pasan las semanas y
nuestro hijo está glaseado de mugre, y cada
célula de suciedad sobre el cuerpo es una
molécula de agua salvada y él
ama esas pequeñas moléculas
traslúcidas como su propia carne en primavera, este
niño delgado, vívido y líquido que ha entregado
su corazón al agua […].

«La búsqueda», por su parte, es uno de esos poemas ligeramente neuróticos que exhiben las virtudes de esta escritura así como alguna de sus limitaciones. En él, una breve salida a la tienda para comprar zumo de naranja «el día en que mi hija se pierde durante una hora, / el día en que pienso que ha desaparecido para siempre y luego la encuentro» es el detonante de una reflexión ominosa sobre los peligros que acechan a una niña sola en la ciudad, repleta de personas —hombres sobre todo— que podrían hacerle daño, «edificios llenos de cuerdas, / tablas de planchar, marcos de ventanas, alambres, / cordeles de hierro tejidos en espirales azules y negras como / ombligos, apartamentos con suministro / de hojas de afeitar y lejía». La enumeración obsesiva, otro de los recursos preferidos de la poeta, concluye con un imperativo moral: «Esta es mi / búsqueda, saber dónde está la maldad en el / corazón humano». Pero entonces brota un recuerdo de niñez, «los tiempos en que mis padres me ataban a una silla / sin darme de comer y miraba / sus caras preciosas, mi estómago una / maza brillante […] miraba tan profundo como podía en sus ojos / y todo lo que encontraba era bondad, no pude superarlo». El poema vuelve los ojos hacia ciertos pasajes de la segunda sección para comprobar que las fronteras entre bien y mal no se hallan tan bien definidas como pensaba. La violencia familiar se cumple en un territorio lleno de trampas, de malentendidos, una región cenagosa donde la inmadurez emocional, la adicción, la culpa y el rencor parecen infestarlo todo. La resolución del poema, su cierre en falso («Me apresuro a casa con la sangre de las naranjas / contra el pecho, me falta tiempo para llegar a su lado»), no hace justicia al dilema que ahí se plantea. ¿Cómo pudieron mis padres, en efecto, hacer el mal siendo «bondadosos», cómo pudieron hacer daño desde su noción del bien? ¿Qué puedo hacer yo para no incurrir en los mismos errores? (Sin contar, por lo demás, con la mezclad de temor y atracción física que inspira la figura del padre alcohólico). Asoma aquí la ambigüedad de «El ladrón de comida», pero se diría que Olds, por una vez, da en hueso. La mención a la «sangre de las naranjas» con que subraya artificiosamente el clima de violencia del poema deja claro que está enfrentándose a preguntas que la exceden.

De nuevo, en este poema, el cuerpo es el alfa y el omega de la reflexión: el zumo de naranja tiene por función bañar «sus labios [de su hija], lengua, paladar, garganta, / estómago, sangre, cada célula de oro de su cuerpo» (de ahí, por cierto, el título del libro); la narradora mira al tendero en su mostrador y 211 sabe «que él nunca le haría daño, / nunca apresaría su cuerpo con las manos para / romperlo o aplastarlo»; pero sale a la calle y piensa que «a algunos les encantaría llevarse a mi hija, para / deshacerla, una hebra fina / tras otra»; un niño solo en la ciudad es, en fin, una «diana en carne viva»… Los ejemplos se multiplican y pueden espigarse casi en cualquier página. El cuerpo es la fina línea donde se cruzan amor y violencia, sexo y muerte, placer y daño. El cuerpo vive amenazado por una realidad cuyos pliegues tiene por misión percibir, explorar, comprender. El cuerpo es político siempre. El cuerpo, para Olds, es un cuerpo extraño que ha tardado en hacer suyo y con el que, según parece, solo puede conversar familiarmente en el espacio-tiempo del poema.

La poesía de Sharon Olds es una experiencia extrema justamente por su resistencia al fetichismo verbal o metafórico, su incapacidad para ser otra cosa que el relato honesto, crudo, meticuloso, de un cuerpo que goza y sufre y recuerda y piensa al contacto de otros cuerpos. Curieses nos la acerca en una traducción cuidada y fiable, que reproduce con elegancia la lengua demótica del original, con sus monosílabos, sus giros conversacionales, esa lengua pegada a lo cotidiano de la que saltan, cada poco, las virutas de los símiles, las hipérboles, las repeticiones fulgurantes. La intensidad del conjunto convierte la lectura en una experiencia eufórica, llena de hallazgos y revelaciones, pero también vagamente opresiva. No en vano, esa «gold cell» que da título al libro y que es una celebración del valor y el poder del cuerpo puede traducirse igualmente como «celda de oro». Pero si algo salva a la Olds más confesional de ahogarse en el agua de su reflejo es el recurso constante a una transitividad que desplaza el foco de sí misma para iluminar los frutos del tiempo. Como dice al final mismo del libro: «Cuando el amor viene a mí y me pregunta / ¿Qué sabes?, respondo Esta niña, este niño».

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